Siempre he profesado nerviosa antipatía por la policía y cualquier cuerpo de esos que llaman de seguridad. Las razones son múltiples, de índole racional, visceral y espiritual y me llevaría toda la noche ir desgranando uno a uno los motivos por los que no trago a los maderos.
Pero estaba escrito que tendría que sufrir un golpe moral que cuestionara de raíz mis principios y me obligara a aceptar con sumisa humildad que no es oro todo lo que reluce y que todos llevamos a un enemigo dentro.
Uno se cree de una manera y la imagen que proyecta a los demás puede ser bien diferente e incluso totalmente opuesta. El buen corazón de uno no se mide por la gente a la que quiere sino por la gente que le quiere y en un porcentaje altísimo erramos en el autodiagnóstico llevados por la seductora mano de la vanidad.
Y este párrafo que pareciera sacado de un libro de Jorge Bucay, no tiene otro objetivo que introducir y hacer público hoy, sin más preámbulos, un secreto que tenía bien guardado. Tan guardado que yo no recordaba, tan olvidado que lo desconocía por completo, y que hace unas horas me ha saltado a la cara como un bofetón con la mano abierta.
Ha sido por la tarde cuando he ido con mi hijita Lucia a visitar a mis padres, para que ambos, abuelos y nieta disfrutaran de la ternura reciproca que mantienen los que tienen toda la vida por delante y los que vislumbran el ocaso y saben apreciar las cosas importantes y pequeñas. Cual ha sido mi sorpresa cuando me encuentro con que mi madre me tenía preparadas unas bolsas de plástico con cosas mías invitándome a que las hojeara, seleccionara, clasificara y de una vez por todas me las llevara de su casa. En esas bolsas he encontrado recuerdos de toda mi vida. Cartas de novias adolescentes escritas con tanta pasión como ingenuidad, dibujitos de superhéroes que me daba por hacer con doce años, fanzines ácratas de color amarillento y algunas cosas más de mi infancia y posterior edad del pavo. En una bolsa aparte estaba el compendio de toda mi carrera académica con los boletines de notas de la brillante etapa preescolar, el no menos notable paso por el EGB y la caída en picado proporcional al número de faltas de asistencia del Bachillerato y COU, tan solo remontada a trancas y barrancas en los exámenes de septiembre y raspando el suficiente.
Ahí estábamos los cuatro leyendo las notas de mi primera decada de vida, envueltos en una magia ancestral. una especie de rito generacional, de pase de testigo en carrera de fondo de los mayores a los jóvenes, de los jóvenes a los alevines. Los abuelos acordándose de cuando solo eran padres, el padre recordando cuando solo era un tierno hijo, y la hija sin acordarse de nada pues no había nacido en esos momentos que se rememoran pero atenta a la emotiva atmósfera que circulaba entre esos seres amados que son su familia.
Y, perdidos entre esas líneas que calificaban mis aptitudes y actitudes como un chico normal, positivo y abierto, de inteligencia media y hábitos aceptables ha sido cuando se me ha caído el mundo encima. En un boletín de 1974, es decir cuando tenía 7 años, en letra manuscrita por el profesor figura: “Quiere ser policía”. No. No puede ser. Lo leo, lo releo. Pregunto a mis padres si es una broma, si lo han escrito ellos, convencido de que no, que a ellos no se les ocurriría semejante estupidez. “Quiere ser policía”. Ahí está escrito con más claridad y rotundidad que las sagradas escrituras. Retumba desde mis tímpanos hasta el diencéfalo.
Yo con siete años quería ser policía. Esto que tu, lector amigo o amiga valorarás como una menudencia sin importancia, una chiquillada sin más, se me ha revelado como un tsunami que arrastra a su paso todos los pilares, morales, educativos y pedagógicos en los que he creído siempre. Pero no acaba aún la cosa, no.
Tembloroso, disimulando el estado de shock y con las manos sudando sigo hojeando más boletines de aquel entonces y me encuentro con otra puñalada aún peor. También con siete años y también manuscrito por el profesor aparece en la sección de comentarios de otro trimestre: “quiere ser futbolista”.
Por no dar un ejemplo inapropiado a los ojos de mi hija contengo la ira que me llevaba a romper en mil cachitos y pegar fuego a esas malditas notas del colegio. ¿Cómo que quería ser futbolista? Es que hasta lo de ser policía ya me parece mal menor y disculpable al lado de semejante aspiración. No me gusta el fútbol, lo odio. Odio a los jugadores, a los hooligans, a los vecinos con las bufandas de los equipos, a los entrenadores argentinos, a las ruedas de prensa con los niñatos multimillonarios, a los bares con pantalla de plasma y todos los putos machotes berreando. Los odio a todos y yo … quería con siete años ser futbolista. Dios mío ¿porqué semejante venganza?
Ahora entiendo a Gunter Grass, a Camilo José Cela y Fraga Iribarne. Y a Jorge Vestringe. Les compadezco por ser presos y victimas de un pasado que les ensombrece. Pobrecitos y lo mal que lo han pasado cuando les echaban en cara su pasado falangista, franquista o nazi.
Y como colofón a este acto de contrición o salida del armario, voy a poner como ejemplo a otro santo varón que, como yo, acaba de contemplar en estos dias como el pretérito torna presente y las miserias de aquel envilece ahora las gloria de éste. Me estoy refiriendo al cantante comunista Víctor Manuel, que a los diecinueve años publicó su tercer single con una canción dedicada a Francisco Franco ( con una música estremecedora y patatera el camarada Victor Manuel desafina (…)Vivo feliz en la tierra que aquél levantó. Gracias le doy al gran hombre que supo alejar esa invasión que la senda venía a cambiar (…) El disco, envuelto en un halo de misterio no aparece en la discografía oficial y desde su edición en 1967 las copias han sido compradas para su posterior destrucción en una extraña trama que parece calcada de La sombra del Viento de Carlos Ruiz Zafón. Víctor Manuel asume esas coplillas dedicadas al dictador como pecado de juventud. Esos pecados, como el de Eduardo Haro Tecglen homenajeando en 1954 a Jose Antonio Primo de Rivera, son cosas sin importancia que desde lo que me ocurrió ayer entiendo perfectamente.
No volveré a señalar con desprecio a los que cambian de chaqueta, a los que revelan una vida anterior vergonzosa porque de ellos es también el reino de los cielos. Y no volveré a manifestarme en contra de los juguetes bélicos en ninguna tertulia entre padres progres porque yo de pequeño, ahora lo recuerdo, me encantaba jugar a las pistolas y a matar indios. De mayor me hice insumiso y nunca me he pegado con nadie, asi que no pasa nada porque le regales a tu sobrino un fusil laser mata marcianos. Ya tendrá tiempo de rectificar, cuando sea más mayor.